lunes, 24 de enero de 2011

Cosas de Gatos

En un bar, vi una gata que se asoleaba en el reborde de una ventana. El Barrio Yungay abunda en sucuchos viejos como las casas en que se albergan –abundan también los vagos que se congregan a beber en la plaza Chacabuco y duermen en los alrededores del hospital, los peruanos, los cites. Abundan los muros meados,  la basura, los grafitis.  Los parroquianos beben chicha, vino, cerveza, jote, pisco. Los más viejos juegan cacho, brisca; los más jóvenes se dedican a rayar las mesas, a echar la talla. Algunos son universitarios; algunos ya hombres hechos y derechos, que beben después del trabajo, con camisas humildes de mucha lavadora, pantalones lustrosos, cabezas medio camino a la calvicie por la edad. A esto último también deben ayudar, a  mi entender, la mala paga y la concomitante estrechez crónica.  Uno que otro mendigo es aceptado si puede pagar su caña, y despachado eo ipso apenas esa caña ha terminado. Todo el mundo fuma, lo que es un alivio.
Ese día de verano me dedicaba a satisfacer mi gusto por estos lugares de mala muerte: los tragos son baratos, el schop es aguado, y a veces sirven papas fritas mustias y blandas de tanto aceite; los muros decoloran y tienen cierta aura a grasa (Tal decadencia se corresponde con ese gusto arraigado en todas partes del mundo, y todos los estratos sociales, por el alcohol, fuente de la ruina de muchas personas). Un hombre se sentó cerca de la ventana y se puso a examinar un diario mientras esperaba su trago –por la lógica veraniega, resultó ser un schop. La gata lo estudió un rato, se levantó perezosa y se dirigió hacia él con diligencia. Como toda gata chinchosa, se restregó contra su pierna con insistencia. El hombre miró -y yo los miraba a hurtadillas, voyeurista de la decadencia y de la mediocridad del vicio. Se distrajo de la soledad acariciando a la gata, que acto seguido se le subió al regazo, con ese sordo ronroneo de placer típico de los gatos y las gatas, que a la postre, son hedonistas puros. 
El hombre un poco sorprendido no la corrió, sino que se dedicó a hacerle cariño bajo el cuello, por el lomo, entre las orejas. La gata con aprobación feliz se echó y cerró los ojos. A los pocos instantes, sonó el celular del tipo, que se puso a hablar: no sé de qué habló, estando yo  al otro lado del bar, con una botella de escudo –era la segunda o tercera y yo ya estaba medio tomado y la botella a medio tomar– entretenido en el pasatiempo de masticar mi propia soledad (hobby al que dedicó mucho tiempo, debo confesar). Lo qué vi fue que la gata abrió sus ojos e incorporándose a medias, miró al hombre con reprobación. La conversación fue corta. Colgó y volvió a repasar el lomo de la gata, que pareció tranquilizarse. Luego, llegó el schop. El hombre debió un sorbo: la gata nuevamente molesta, miró y mandó un zarpazo suave. Extrañado, el sujeto le pasó un dedo entre las orejas. La gata se quedó quieta, pero ya no ronroneaba ni volvió a relajarse.
Con el segundo llamado, la gata saltó y se fue a instalar nuevamente a la ventana. No atendió los cuchito-cuchito que se le musitaron. Miró una última vez, con condescendencia, y se echó mirando hacia la calle. El hombre parecía extrañado. Apagó el celular (¿querría complacer a la gata?) y se acercó con su diario y su cerveza a la mesa más próxima al reborde. Antes de que llegara, la gata saltó fuera del local y no volvió más. Sólo, el hombre se bebió su schop, pagó y se marchó.
Me acordé de esa gata cuando me acordaba de la pieza en Chacabuco con Catedral, de la que escribí algo que te emocionó. Sentí que pasaste por mi vida como esa gata. Volví a notar, con los últimos jirones de nostalgia que se lleva rápidamente el verano, que te echo de menos. Noté que esto es cada vez menos frecuente y me entristeció que sea así -a veces el alivio puede ser triste. Me he perdonado por no haber según el dictum de mi corazón. 
Para la pena hubo ron, cerveza, vino, pisco, weed, y, a veces, una que otra, nombres y siluetas variaron, arropó con placer ebrio mi cuerpo entre sus muslos, para perdernos luego con el alba y los ojos como lija de no dormir y la cabeza pesada de alcohol y cigarro. Eso, lentamente, ya es pasado. El futuro…  No pienso en tal cosa, ni en el destino, ambos inconstantes, desdeñosos y libres como los  gatos. Sé –todos lo  sabemos con certeza tautológica– que llegará la temporada lluviosa y sé que volverás bajo algún signo a mis cavilaciones (¡que no sea el de la añoranza!). Te imaginaré caminando por calles anegadas bajo un paraguas color café floreado, y volverá a la vida ese primer beso y tu cintura, tus anteojos y tu cara cuadrada… Te veré abriendo el paraguas esa primera lluvia, veré caer la nota que dejé. La abrirás con extrañeza y leerás. Mi mente omitirá imaginar tu reacción –el desdén que presiente es razón suficiente para semejante decisión.

Quizás quizás, si la luna así lo quiere otra vez,  nos volvamos a topar azarosamente por ahí, aunque nuestras vías no tienen puntos de coincidencia. Si la sensatez me gana, atribuiré todo a la mera casualidad, no a un destino ignoto, cifra y síntoma de mi soledad y carencia. Si hablamos más allá del saludo de rigor y los “¿como estás? y los “que te vaya bien”, trataré de descifrar a través de la incomodidad mutua qué fui y qué sensación quedó impregnada en tu recuerdo de mí. Sé que no esperaré nada halagüeño –sé que quizás esté errado, pero discierno que el encuentro será gélida cortesía con sutil y soterrado sarcasmo. En el escenario improbable de que aún me aprecies y el imposible que me ronronees, esta vez no iteraré rituales inútiles... Ni cita, ni besos, ni palabras bonitas: como gato, desapareceré sigiloso...

2 comentarios:

Comenta comenta, leeré. El veneno lo borraré, todo el resto, responderé

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